Mitos modernos sobre la evolución de la ciencia
25 abril, 2013 | Por Manuel Alfonseca Moreno | Categoría: IdeasLa ciencia tiene por objeto el descubrimiento de la verdad. Puede parecer sorprendente que existan mitos relacionados con la ciencia, pero el hombre tiene una capacidad inagotable para crearlos y aferrarse a ellos. La Tierra es redonda, es pequeña, no está en el centro del Universo. ¿Desde cuándo se saben las cosas?

Algunas ideas parecen muy recientes pero en realiad tienen muchos siglos. Foto CC by Steve Jurvetson.
Las ideas a las que aquí se hace referencia no son realmente mitos científicos, sino que han surgido en otras disciplinas de la periferia, como la historia o la filosofía de la ciencia. Aunque los mitos no tienen necesariamente que ser falsos, a menudo se les asigna esa connotación. Aquí se utiliza el término en su acepción clásica, como sinónimo de leyenda, fábula, ficción, no en la más reciente, que lo deja reducido a un sinónimo innecesario de famoso. Consideremos las siguientes afirmaciones:
En la Antigüedad y en la Edad Media se creía que la Tierra era plana. Colón demostró que es redonda.
Casi todas las personas informadas saben que esto es falso, pero está muy extendido entre lo que podríamos llamar el hombre de la calle. Como todas las personas educadas de la Edad Media y de la Antigüedad, Colón sabía que la Tierra es redonda, pero al revés que los geógrafos portugueses, que estimaban su circunferencia en unos 40000 km, él creía que sólo eran 25000 (naturalmente, entonces no utilizaban kilómetros). Por eso pensó que, si las Indias están a unos 20000 km de Europa Occidental por el camino del este, por el oeste debían estar mucho más cerca, a unos 5000 km. Los portugueses rechazaron su oferta porque, con las cifras que ellos manejaban, un viaje de 20000 km por mar abierto estaba fuera del alcance de la náutica de la época. Colón lo intentó con ayuda de España y tuvo la suerte de encontrar un continente desconocido a unos 5000 km de su punto de partida. Él creyó haber demostrado sus teorías, pero los que tenían razón eran los portugueses.
Que la Tierra es redonda lo sabían los griegos medio milenio antes de Cristo. Aristóteles resumió así los argumentos que lo demostraban:
- Cuando un barco se aleja en cualquier dirección, lo primero que desaparece es el casco, más tarde las velas. Esto demuestra que la superficie del mar es curva. Además, el efecto no depende de la dirección del barco, luego el mar (y por ende la Tierra) tiene la misma curvatura en todas direcciones. La única figura con esa propiedad es la esfera, luego la Tierra es una esfera.
- Durante un eclipse de luna, la Tierra se interpone entre el sol y la luna, arrojando su sombra sobre ésta. La forma de la sombra es siempre circular, cualquiera que sea la posición del sol y de la luna en el momento del eclipse. La esfera es la única figura que arroja siempre una sombra circular en cualquier dirección, luego la Tierra es una esfera.
- Al viajar hacia el norte o el sur, las constelaciones se desplazan. Algunas desaparecen a nuestras espaldas, otras nuevas surgen ante nosotros. Esto indica que la superficie de la Tierra es curva. No demuestra que sea una esfera, pero la unión de los tres argumentos tiene una fuerza de convicción abrumadora.
Eratóstenes de Cirene fue más lejos. Basándose en la distinta inclinación de los rayos del sol durante el solsticio de verano en dos localidades de Egipto (Siena y Alejandría) dedujo la longitud de la circunferencia de la Tierra, estimándola en unos 25000 estadios (entre 39000 y 45000 km). El cálculo de Eratóstenes fue la causa de que los geógrafos portugueses rechazaran los planes de Colón.
Sólo la gente ignorante creía, durante la Edad Media, que la Tierra es plana y que los barcos que llegaran a su extremo se caerían. En la Divina Comedia, Dante da por supuesto que la Tierra es redonda: coloca el Purgatorio en una isla en las antípodas de Jerusalén (vendría a caer en medio del Pacífico, al sur de la islas Tubuai). Describe el infierno como un cono con el vértice en el centro de la Tierra. Cuando Dante y Virgilio llegan allí y pasan al otro hemisferio, agarrándose a los pelos de Satanás, Dante introduce un sorprendente efecto de ciencia-ficción: en el momento de cruzar el centro de la Tierra tienen que darse la vuelta, porque la dirección de la gravedad se ha invertido.
En la Antigüedad y en la Edad Media creían que la Tierra es muy grande. La astronomía moderna ha demostrado que es infinitesimal, comparada con el Universo.
Esta leyenda está más extendida que la anterior. Muchas personas educadas la creen. En realidad, es igualmente falsa. Dos siglos antes de Cristo, Arquímedes escribió un libro, El Arenario, en el que describe su intento de calcular cuestiones tan modernas como el número de partículas del universo y la distancia de las estrellas (en su tiempo se creía que todas estaban a la misma distancia). Para trabajar con números tan grandes, se vio obligado a idear un sistema de numeración propio. Transformado a las medidas que hoy utilizamos, calculó que la distancia de las estrellas es aproximadamente igual a un año-luz. Hoy sabemos que la estrella más próxima (alfa-centauro C) está a 4,27 años-luz, luego Arquímedes acertó, en el primer intento, el orden de magnitud.
Los cálculos de Arquímedes eran conocidos por todos los eruditos de la Antigüedad. Así, Claudio Ptolomeo escribió en el libro He Mathematike Syntaxis (más conocido por su nombre árabe, Almagesto): La Tierra, en relación con la distancia de las estrellas fijas, no tiene tamaño apreciable y debe considerarse como un punto matemático (Libro I, Capítulo 5). Recuérdese que Almagesto fue utilizado como texto de astronomía durante toda la Edad Media. Este mito, por tanto, no se sostiene.
En la Antigüedad y en la Edad Media creían que la Tierra está en el centro del universo y que, por tanto, era el astro más importante del cosmos. Al quitarle el lugar central, Copérnico le quitó también su importancia.
Este mito ha alcanzado una propagación casi universal, incluso en ambientes científicos e históricos, a pesar de que es tan falso como los anteriores. No existen referencias antiguas o medievales en las que pueda basarse. Por el contrario, la poca importancia de la Tierra y las actividades de sus habitantes, consideradas en el conjunto del cosmos, es uno de los lugares comunes de la literatura de aquella época. Citemos algunos ejemplos:
- Cicerón, en su Somnium Scipionis, hace emprender a Escipión un viaje por las esferas celestes. Al mirar hacia la Tierra desde las alturas y verla tan pequeña (ver el mito anterior), Escipión se asombra por la importancia que se da en aquella mota a cosas tan ridículas como el Imperio Romano (que ni siquiera es visible desde donde él está).
- Lucano, en La Farsalia, presenta una situación parecida.
- Dante, en la Divina Comedia, realiza también un viaje por las esferas celestes de la cosmología de Ptolomeo, en las que sitúa el Paraíso. Al llegar a la esfera de Saturno, se vuelve y mira a la Tierra, que le parece pequeñísima y digna de menosprecio, lo que expresa en las siguientes palabras (Paradiso, 22:133-135):
Col viso ritornai per tutte quante
le sette spere, e vidi questo globo
tal, ch’io sorrisi del suo vil sembiante.
Dante presenta en Paradiso una estructura dual del cosmos. En el mundo material, formado por las nueve esferas ptolemaicas, un astro es tanto menos importante cuanto más cerca del centro se encuentra. La Tierra, por consiguiente, ocupa el lugar ínfimo, en razón de su posición (nótese que esto es justamente lo contrario de lo que dice el mito). En el mundo dual del empíreo (la morada de Dios) el centro es lo más importante y las nueve esferas que le rodean (que corresponden a las nueve especies angélicas) son tanto más eminentes cuanto más cercanas al centro (a Dios).
El mito del progreso indefinido: una vez que hemos entrado en la era de la Ciencia, el desarrollo científico no puede volver atrás. Los inventos y los descubrimientos se irán sucediendo a un ritmo siempre acelerado, por lo que la curva del desarrollo científico se aproxima a una exponencial.
El concepto de progreso es relativamente moderno. Durante la Edad Media y el Renacimiento dominó la teoría de que los grandes maestros de la Antigüedad eran insuperables. Cualquier teoría nueva tenía que apoyarse en una demostración de que aquello, aunque mal entendido, había sido dicho antes por Aristóteles, Euclides o la autoridad de turno. De aquí el poco interés de los pensadores de aquella época por la originalidad y lo que hoy llamamos derechos de autor, siendo frecuente que las obras filosóficas o literarias fuesen falsamente atribuidas a los maestros de antaño.
Francis Bacon fue uno de los primeros en lanzar la idea revolucionaria de que los grandes hombres del pasado no sabían necesariamente más que el hombre actual, lo que abrió camino al concepto de progreso. Durante el siglo XVIII surgió la teoría del progreso indefinido, que sostiene que el futuro será siempre mejor que el presente. Uno de sus progenitores, Condorcet, dividió la historia en diez etapas. La décima, en la que nos encontramos, la de la ciencia, el racionalismo y la revolución, abrirá paso a una era de prosperidad, tolerancia e ilustración.
En el siglo XIX, la teoría del progreso indefinido pareció imponerse: el auge del evolucionismo le dio una nueva expresión: la evolución biológica es un proceso que conduce a más y más complejidad. De igual manera, Karl Marx sostuvo que la evolución social es automática e inevitable. Como sus antecesores, Marx divide la historia en varias etapas progresivas (tribalismo, régimen esclavista, feudalismo, capitalismo y socialismo) y cree que el paso a la última es inevitable, pasando por la dictadura del proletariado y la sociedad sin clases.
A principios del siglo XX, la teoría del progreso indefinido se expresó en una forma mítica de indudable atractivo, que aunque desterrada del acervo científico, ha ganado la imaginación popular. The outline of History de H.G.Wells presenta la evolución como una lucha permanente por la existencia, en la que las especies aparentemente más débiles, pero más inteligentes, sobreviven frente a enemigos monstruosos. El hombre alcanza al fin la cumbre, domina el mundo; se abre ante él una etapa indefinida de progreso científico. En este punto, el mito introduce un final grandioso: el crepúsculo de los dioses, como en la epopeya germánica de los Eddas y los Nibelungos. El aumento insoslayable de la entropía nos lleva a un final catastrófico. El cosmos terminará en una conflagración térmica o en una desintegración helada. El progreso indefinido está condenado a la destrucción final.
El siglo XX, que fue testigo de un avance científico-técnico sin precedentes, es también el siglo en que el mito del progreso indefinido comenzó a ponerse en duda. Por un lado, la mayor parte de la población no puede acceder a los conocimientos científicos. Estudios estadísticos realizados en los Estados Unidos estiman que la población adulta alfabetizada científicamente no pasa del 5%. Para la mayoría, la ciencia es esotérica. Hay poca comunicación entre los científicos y el público. La divulgación científica a través de los medios de comunicación tuvo una gran época en los años ochenta y noventa, pero ahora está en franco retroceso. Por otro lado, el hombre de la calle siente una creciente desconfianza hacia los avances científicos. En la mentalidad popular, la ciencia ha dejado de ser la panacea que resolverá todos nuestros problemas, pasando a convertirse en un monstruo que amenaza nuestra supervivencia. La carrera de armamentos, las armas de destrucción masiva, la contaminación, el cambio climático, los peligros de la ingeniería genética, los experimentos con animales y con seres humanos… Cada vez más gente se siente personalmente amenazada por el progreso.
Sólo utilizamos el 10% del cerebro.
Este neuromito recibió bastante publicidad durante el siglo XX, favorecido por el patrocinio de los cursos Dale Carnegie y el apoyo de figuras como Albert Einstein. Sostiene que nuestro cerebro está infrautilizado, que es capaz de realizar esfuerzos diez veces superiores a los normales, lo que parece alentar las teorías de los defensores de la existencia de potencialidades humanas ocultas, como la telepatía, la clarividencia o la psicocinética.
El mito surgió a consecuencia de un malentendido. Allá por los años treinta, los neurólogos descubrieron que las especies con sistema nervioso más complejo (entre las que destaca el hombre) dedican menos proporción de la masa cerebral a las funciones sensorio-motoras. Se aplicó el nombre de córtex silencioso a las áreas cerebrales dedicadas a otras actividades, entre las que destacan el lenguaje y el pensamiento abstracto. El título de silencioso hizo pensar equivocadamente a algunos no expertos, como Einstein, que esa parte del cerebro estaba desocupada. Experimentos realizados con tomografía de emisión de positrones han demostrado que en el cerebro humano no existen zonas infrautilizadas.
La ciencia ha demostrado que Dios no existe; que el hombre no tiene alma; que no hay vida después de la muerte.
La ciencia no puede demostrar ninguna de esas cosas. Todas quedan fuera del método científico. Este mito ha sido difundido por personas ateas que tratan de dar apariencia científica a su ideología.
En 1917 se realizó una encuesta sobre las creencias religiosas de los científicos norteamericanos. El resultado fue, aproximadamente, poco más de un 40% de creyentes. De aquí se predijo que, a lo largo del siglo XX, las creencias religiosas de los científicos desaparecerían por completo.
En 1997, ochenta años después, se repitió la encuesta. El resultado fue muy parecido al de la anterior: alrededor de un 40% de creyentes. En consecuencia, la predicción de 1917 ha fracasado. Para más detalles, véase mi artículo Los científicos y la religión.